Poética

 

Las ricas metáforas anteriores, como la formulación de la necesidad de que en la literatura contemporánea se renueve lo bello, podrían resultar excesivamente insistentes en la búsqueda de ese continente -ya sea casa, palacio, vasija o cristal- que albergue lo aún más hermoso, la vida de hombre. No es así; Jiménez Lozano no cree en la distinción entre forma y fondo, para él las palabras son la carne de los cuentos, pero no se le oculta que en la contemporaneidad muchas veces se han buscado formulaciones grandilocuentes, formas enrevesadas que en su interior sólo poseían psicología, sociología o nada. Cree de tal manera que la forma y el fondo son una sola cosa, que se confundirán en el comentario que copio a continuación. Es decir, se entrelaza la mirada sobre la paradójica realidad que parece nada y es todo, y la paradoja de la escritura, que nombra las cosas siempre inquieta por la verdad y su hermosura: «Cervantes sabe, y lo muestra -y esto sólo lo saben y lo muestran los grandes, que nombran el mundo y las historias de los hombres como lo hizo Adán con los animales-, que todo es nada, sólo niebla y humo, y que también el escribir lo es. Qohélet ya lo había dicho más de dos mil años antes, pero también que no se dejarían de escribir libros, porque, al fin, el mundo y el rostro de los hombres y de los libros humo son, pero también gloria y alegría, y hay que desposar y vivir éstos, antes de bajar a lo oscuro, amparados a la luz del alma. Y esto es caer en la cuenta de que se tiene una, y de que ésta está siempre inquieta por la verdad y la hermosura. La escritura alimenta ese anhelo, y lo satisface con sus transfiguraciones y presencias reales. Lo demás es servir a duques y compadrear con mesoneros. Me parece» (El narrador y sus historias, 2003).
Por eso termino este apartado casi como lo empecé, porque Jiménez Lozano discrepa de Walter Benjamin cuando dice que «hoy carecemos de historias memorables». Siendo uno de los críticos con los que más coincide, difiere de su pesimista pronóstico: «Y yo no estoy tan seguro de ello, o más bien estoy cierto de lo contrario, aunque otro asunto es, ciertamente, que nuestra última cultura sólo desee echárselas encima, y todo resulte como si no existiesen» (El narrador y sus historias, 2003). Es decir, su certeza descansa en que las historias de hombre no pueden acabarse mientras exista el hombre, incluso aunque se deban rescatar de entre las ruinas de los culebrones.
En este sentido, toda la luz, todo el ardor de la escritura, toda la belleza, se alzan para poder llegar a sus lectores que no son monos, sino hombres. Quiere que su obra ‘luceat et ardeat', que la belleza de las palabras y de la historia llegue a ese lector -«que brille por su hermosura, y que esa hermosura perturbe y queme a quien se acerque a ella»-, que es su lector: «quiero que mis lectores sean míos. Esto es, de mis libros. Que sean ellos los que los descubran y les hieran, que no puedan quedar inmunes a su lectura» ("Desde mi Port-Royal", 1983).
Sus lectores no son monos, sino hombres, porque siguen buscando conocerse y exaltar su naturaleza de tales, deciden estar acompañados por la rica memoria de una tradición de hombres que con sus gestos, acciones, dolores y esperanzas no han dejado de ser quienes eran y han acompañado a otros hombres. La osadía del escritor consiste entonces en ser fiel a las historias de hombre y a los lectores, cosa que, como veremos, exige elecciones no siempre fáciles de tomar.

[GA]

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