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Inéditos

Cuentos

 

El abrigo

Ya casi eran dos mocitas, pero no las importaba pegarse hasta aplastar su naricilla contra el cristal del escaparate de la peletería. Se habían venido hasta el centro de la ciudad, como otras tardes, para mendigar unas monedas o robar algo en un descuido, si no sacaban uno cuantos céntimos ni en la calle ni en la estación de trenes misma, donde ahora, que era Navidad, la gente se mostraba más dadivosa.

      - ¡Madre! ¡Qué calentita se tiene que estar con uno de éstos! - dijo una de ellas, señalando el que llevaban puesto algunas de las mujeres  con las que se cruzaban.

      - ¡Bah! ¿Es que tienes frío? -preguntó la otra.

      - No. Pero ¡qué calentito! ¿No?

      - ¡Eso sí! Pero ¡bah!

Se volvían luego hacía los que pasaban por la acera, esquivándolas, y alargaban la mano:

      - ¡Por favor! ¡Sólo unos céntimos!

Pero nadie hizo caso de ellas, así que tendrían que alargarse a la estación de ferrocarril como otras veces; y aquí sí que encontraron el calorcillo, y revivieron. Dieron algunas vueltas por el lugar donde estaban las taquillas, la sala de espera, y luego en los andenes, y, de repente vieron un equipaje en el suelo, un poco alejado de las taquillas y que no parecía vigilar nadie: dos grandes maletas negras, un gran abrigo de piel echado sobre ellas, y al lado  de aquéllas una jaula con un loro. De manera que decidieron utilizar la técnica que tan buen resultado les venía dando, cuando alguna vez robaban algo. Es decir, una de ellas simulaba que se mareaba y se sentaba en el suelo, dejándose caer luego y, mientras las gente se arremolinaba en torno de ella y la atendía, la otra mocita se aproximaba al equipaje, y se llevaba por delante lo que había decidido llevarse: una bolsa, un maletín una cartera; algo que no la resultase un peso ni un impedimento al salir corriendo. Y, más tarde, se reunían las dos mocitas en un callejón muy lejos de allí, y de ordinario, la que se había desmayado o hecho cualquier otro simulacro de malestar o enfermedad, solía llegar más tarde con un buen bocadillo en los bolsillos, porque casi siempre robaba en la fonda de la estación o en los carricoches que tenían bocadillos para los viajeros.

Pero, este vez, llegó más tarde aún  que otras veces y, cuando su amiga pidió ver el  abrigo que había robado, su compañera la mostró, triunfante lo que en realidad había robado, una jaula con un pájaro de un azul precioso que no estaban seguras de que fuera un loro.

 

      - Más bonito que el abrigo, ¿no? - dijo.

      - Pues ¡qué quieres que te diga! Pero ¿qué hacemos con el pájaro? Ni siquiera vamos a poder venderlo.

      - Es que no lo vamos a vender. Cuando nos cansemos de él lo soltamos, pero yo le he cogido porque me gustaba más que el abrigo, y creí que también a ti iba a gustarte mucho más. ¡Fíjate en que es un loro pequeño y tiene ya plumas rojas y verdes, además de las azules!

      - Sí, pero no podemos tenerlo ni un día, porque ¿dónde lo íbamos a poner en nuestra chabolilla? Nos lo quitarían en seguida, porque estos pájaros lo gritan todo y no dejan guardar un secreto.

Se quedaron un momento silenciosas, se sentaron, continuaron hablando un poco más, y decidieron  devolver el loro, y, si todavía llegaban a tiempo podían, coger el abrigo, y, si no, abandonarían al pájaro y cogerían cualquiera otra cosa, que fuera algo de ropa, aunque ellas eran muchachas muy jóvenes y un poco canijas y todo las venía grande.

Pero no tuvieron que andar discurriendo mucho, porque nada más llegadas a la estación, luego de separarse, para que las gentes no volviesen a ver a la que habían socorrido como si se hubiera desmayado, la otra amiga que era quien  llevaba, ahora, en una mano el pájaro sin la jaula, se fue derecha una mujer muy bien vestida que se estaba lamentando en voz alta por la pérdida de su loro, y diciendo que prefería que se hubieran llevado las maletas o el abrigo o las dos cosas antes que robarla aquél pájaro. Y entonces se dirigió a ella la muchacha con el pájaro diciendo que un chico que iba corriendo le había soltado mientras corría a toda velocidad llevándose la jaula,  y ella había logrado atrapar al pájaro andando por el andén fuera de la marquesina, y junto a unas palomas, aunque él pájaro no podía volar y las palomas sí.

 

La dama apenas escuchaba, sino que prorrumpió en exclamaciones de alegría, tomó al pájaro en sus manos, y dijo a la muchacha que pidiese lo que quisiera por él.

      - Pero es que a mí me gusta el pájaro, y por eso lo atrapé. ¿Cómo sé yo que es suyo?

      - ¡Pues véndemelo! Porque es como si hubiera vuelto a nacer hoy, y yo le reencontrara.

Y, como la chica miraba constantemente el equipaje de la señora sobre el que estaba el abrigo, preguntó ésta:

      - ¿Te gusta mi abrigo?

      - Sí, pero me estará muy grande.

      - Que te lo arreglen -dijo la señora elegante.

Así que ella lo cogió y echó a andar deprisa con él enrollado bajo su brazo, y, cuando llegó al lugar donde estaba su compañera muerta de frío le puso el abrigo sobre los hombros y preguntó:

      - ¿Te gusta?

Ella se quedó muy parada, y luego, después de envolverse en el abrigo y decir que daba un calorcillo como no conocía ninguna otra ropa añadió con una voz que parecía apesadumbrada: 

      - Sí, pero me gustaba más el pájaro. Y a ver ahora qué hacemos con el abrigo, porque  tampoco podemos venderlo, porque creerán que lo hemos robado.  

Así que acordaron usarlo aquél invierno por la que tuviera más frío de las dos o las dos, cuando hubieran comido menos y se quedaran en la cama, porque ni notarían el hambre con la suavecita que era la piel, y las daría sueño. Pero no tenían que dejársele ver a nadie del barrio donde vivían en una chabola de una viejecilla que decía que ella tenía la sangre fría como las culebras y no necesitaba calor, porque con el frío se dormía. Pero aquel barrio estaba infestado de ladrones y eran muy capaces de sonsacarla a la vieja si veía el abrigo, aunque no veía nada. Pero,  por si acaso sospechaban algo, dejaban bien a la vista la manta de los sacos de lona cosidos en dos capas, y se quejaban del frío de vez en cuando.

      -Pues no tenéis ni sabañones -las decían.

Y tuvieron que contestar, entonces, que en el orfanato donde había estado, las habían operado de ellos; pero sobre el abrigo no dieron más detalles, ni le enseñaron nunca nadie, ni se le echaban encima de la cama, ni siquiera tapado con los sacos, hasta que se acostaban los de las chabolas de al lado y se dormía la vieja, aunque algunos días le echaban el abrigo a ella cuando la sentían tiritar y que los sueños la castañeteaban como los dientes, y se veía lo que la gustaba porque se la pasaba rápido el castañeteo, y se dormía en seguida. Y se decían entonces que, en realidad, ellas eran jóvenes y no necesitaban tanto calor, o a lo mejor eran como culebras; aunque lo que las gustaba sobre todo era tomarse a la hora que fuese y bien calentito un café con leche con churros. Y, aunque estuviera mal decirlo, se decían la una a la otra, las gustaba más esto que el loro y el abrigo juntos.

José Jiménez Lozano

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