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Ni un detalle

Sólo habían sido seis meses los que le había durado su empleo de portacarteles u "hombre-anuncio" de la compra de oro, aunque esto le había dado una gran prestigio en el barrio, y con frecuencia contaba lo que había oído a los compradores de oro en la oficina que le había contratado; y eran asuntos tan complicados y difíciles que dejaba a todo el mundo con la boca abierta, y sus oyentes le aseguraban que ya tenía hecha la carrera, porque se había corrido la voz de que en la oficina misma estaban muy contentos de él, porque convencía todo el mundo que a él se acercaba de que vendiese oro no sólo para hacer el dinero que necesitase, sino para desatar una corriente circulatoria de bienes y dinero en la sociedad entera.

     - Aparezco yo anunciando que se compra oro en la calle de Bordadores número tal, preguntando por don Austreberto  Quiñones, y cualquiera puede comprobar enseguida el río de oro que afluye hacia allí, y toda la economía nacional se nutre de ese chorro -decía.

Y luego todo esto y otras cosas de los misterios de la economía las repetía en el barrio para que se convenciesen todos de que allí donde estuviese el oro se quitase todo lo demás. Aunque en el barrio no había ni un gramo de oro verdadero, aunque ella, su mujer recordó que hacía como treinta o cuarenta años o más, se hablaba todavía en su casa de que un abuelo suyo que se llamaba Gerardo y enseñaba de vez en cuando a los de la casa, cinco pepitas de oro, que sus bisabuelos o tatarabuelos habían encontrado en el río Sil. Y no eran muy grandes, sino como semillas de girasol, y no eran bonitas, pero se sentía mucha satisfacción pensando que se trataba de oro, y que podrían ser un remedio en una necesidad.

 

Lo que había que hacer era lo imposible y pasar lo que fuera con tal de no tocar esas pepitas y poder transmitirlas a los dos hijos que tenían, pero no se sabe lo que luego pasó de ese oro bruto que decían que no brillaba mucho, pero que era un buen oro. Ella no había visto esas pepitas, ni sus padres tampoco.

Luego dio un giro a la conversación y se quejó de que las compañías compradoras de oro, habiendo recogido ya tanto, no habían tenido ni un detalle, regalándole a él para él mismo o para ella, su mujer, un  maldito anillo o sortija, o un par de medallas para los niños, que por lo menos parecieran de oro, aunque no lo fueran. Era una vergüenza, y bien al contrario se portaban estos patrones de ahora que otros que había tenido otras veces su marido, si quería recordarlo, cuando anunciaba en su cartel polvos de arroz para el cutis de la cara o camomilla para el pelo, o polvos para las cucarachas. Siempre y en todos estos casos y otros, le habían dado a él unas muestras de esas cosas. Incluso cuando anduvo haciendo de hombre-cartel del "sidol que limpia, dora y da esplendor". Poco era un bote de sidol pero hacía resplandecer la casa como si fuera de oro. Pero ¿qué le daban ahora? Nada. El sueldo raspado, y bastante corto, así que  debía pedir un "plus" por cada  cliente que llevase, en vez de tantas felicitaciones que le daban.

    - Pues lo veo difícil, porque nuestra profesión se acaba y hoy dice el periódico que el alcalde de la capital va a prohibir que haya hombres-carteles o de anuncio, porque eso va contra la dignidad humana ¡ya ves!

Él y los dos niños estaban sentados a la mesa para la cena, y ella estaba repartiendo entre los niños sopa de sémola que era la única sopa que comían sin protestar: la de la noche; y así se quedó, parada con el cucharón vacío aproximándose a la sopera, como alelada, o como si se hubiera convertido en estatua. Sólo acertó a decir:

    - Y entonces... ¿qué va a ser de nosotros?

    - El alcalde de la ciudad ha dicho que ser hombre-anuncio va contra la dignidad humana- volvió a repetir su marido.

    - Pues entonces los políticos que no van entre dos cartones sino entre billetes de banco anunciando lo que venden ¿dónde tienen la dignidad? - contestó ella.

    - Pero ¿para qué la quieren ellos? Ellos no la necesitan; somos nosotros los que necesitamos dignidad. Por si no lo sabías.

    - ¿Qué es la dignidad? - preguntó Marga, la niña.

    - Son tonterías de mayores, tú no te metas en esas cosas - la advirtió Férnan, su hermano.

Pero, a pesar de que eran las diez de la noche, como ya estaba la primavera muy avanzada, esta no era una hora tardía como para parecer rara o sospechosa de nada bueno  una visita a esa hora, y cuando ella acudió a la puerta del timbre de la casa, comprobó que quien había llamado y estaba allí, a la puerta, era  precisamente un compañero de trabajo de su marido, que entró todo contento, como viniendo a traer una gran mensaje. Y el mensaje era el de que  el Ayuntamiento, no sólo había dado la vuelta atrás de la condena de los hombres-anuncio, sino que había convocado noventa plazas fijas de hombres-anuncio para trabajar para el Ayuntamiento mismo, y las oposiciones se iban a convocar enseguida.

 

El compañero, que se llamaba Dimas, añadió luego que en estas oposiciones se iban a exigir idiomas, porque de lo que se trataba era de ir con un cartel a la espalda y otro delante, que serían de diseño, para dar la bienvenida en varios idiomas a los viajeros que llegasen por tren, autocar o en coche propio, y desearles una feliz instancia en la capital. Y el sueldo era fijo y no estaba mal.

     - Y así aprendemos inglés sin ir a una academia papá - dijo Férnan - Marga ya sabe decir: "Ayam sorry"

     - ¿Y eso ¿qué significa? - preguntó el padre.

    - Pues, por ejemplo, si das a alguien un pisotón sin querer o, si no entiendes lo que dice, para que te perdone.

    - ¡Ah!, pues está muy bien - aprobaron a la vez el señor Dimas y el padre -.

Y luego añadió el señor Dimas

    - ¡Seguro que sacamos las oposiciones si Marga nos da clase, pagando por mi parte lo que sea justo!

Y entonces la madre dijo que, si no había cenado el señor Dimas podía sentarse y darse prisa, porque la sopa se estaba quedando fría con estas discusiones políticas, que nunca se acababa con ellas, y lo que quería ella era verlos a los dos entre dos cartones, y siendo funcionarios del ayuntamiento.

José Jiménez Lozano

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