Poética

El oficio de escribir

El oficio de escribir

La primera pregunta que cabe hacer a un escritor sobre el oficio de escribir es por qué se escribe. La respuesta de José Jiménez Lozano, por escueta y rotunda, es apabullante: «porque sí», contesta el autor en la larga entrevista que le hace Gurutze Galparsoro en 1998. Y añade: «porque es hermoso, apasionante; porque es vida». La escritura es, por tanto, una rendición ante la belleza y, como él ha dicho en más de una ocasión, se dedica a ella porque no «sabe hacer otra cosa», porque es «una forma de vivir, de ser hombre» (Una estancia holandesa, 1998). Una manera, excepcionalmente modesta, de decir que su escritura responde a un impulso vital de relacionarse con la realidad, las personas, las cosas. Utilizo otro término: para Jiménez Lozano, su tarea es una vocación en su sentido etimológico, responde a una llamada.
En este sentido, la descripción que nos da de esta tarea que hace «porque sí» es a través de una comparación: la escritura es un oficio. Como decía Flannery O'Connor, la escritura no depende de la sensibilidad, ni de las buenas ideas, ni de la sociología, ni de la psicología, ni de la teología -y con ella coincide Jiménez Lozano-. La sureña escribía porque se le daba bien, igual que Jiménez Lozano escribe porque no sabe hacer otra cosa. Los dos, en extraordinaria coincidencia, declaran ser depositarios de un don. Jiménez Lozano dice que el escritor es alguien que escribe y «en cuya palabra encontramos hermosura, conocimiento y grosor de humanidad, y que nos ofrece la exploración de infinitos mundos; nos revela el lado de atrás de la realidad, no perceptible para los demás; toca la llaga y la gloria del mundo y de la historia que cuenta, y nos asoma al fulgor de la belleza. Pero todo esto es como si no se hiciera nada, porque el oficio es muy modesto ciertamente, y en él todo se regala» (El narrador y sus historias, 2003).
Esta reflexión sobre la escritura como oficio aparece ya en "Desde mi Port-Royal", texto en el que Jiménez Lozano desmitifica esa consideración, tan difundida en nuestra cultura de la fama, de que todo trabajo artístico debe ser un espectáculo. Frente a ello, define su labor como un modesto oficio al que obedecer: «Y quedar al margen sin mayor relevancia nominal y social que la de un maestro pintor de frescos románicos o la de un fontanero, que afirmaba Wittgenstein que era la más conveniente para un filósofo». Un oficio al que le gustaría dedicarse de una forma relativamente anónima, para evitar esas púrpuras entre las que se siente extraño: «Y si mis libros no llevaran mi nombre en su portada, creo yo que me sentiría más satisfecho» ("Desde mi Port-Royal", 1983).
Jiménez Lozano no llegará a quitar su nombre de la portada de los libros, pero una de las estrategias que el autor utiliza para alejar el protagonismo del autor es el del manuscrito hallado. Un caso muy claro es el del capítulo titulado «Nota del traductor-editor» en Libro de visitantes, porque, en esta recopilación de historias, el narrador, en quien el autor delega la escritura de su obra, se esconde tras una serie de personas que han formado parte del proceso para que el texto llegue por fin a las manos del lector: el editor y traductor, el viajero y traductor inglés, los monjes del monte Athos que custodiaron el libro, el mercader del Oriente o un alto funcionario romano destinado a las colonias de Oriente, etc. Este encadenamiento de figuras señala que, como en los oficios manuales, la cosa que se hace requiere de varias manos; sugiere que lo que importa es el resultado final (que el zapato sea del número y encaje, que la silla sea de la altura adecuada para la mesa en la que se va a usar, que el anillo se ajuste al dedo), que la historia llegue al lector y le hable («directamente de ánima a ánima», Libro de visitantes, 2007) y no tanto el lustre del zapatero, del carpintero, del joyero o del escritor. Asimismo, la proliferación de personas que intervienen en el texto es un intento deliberado de señalar esa concepción agradecida y estupefacta que el escritor tiene de su labor, en la que todo se le regala y de la que no es dueño.

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