Poética

El encuentro con los personajes

Este asunto de los personajes se reveló como un verdadero incordio, precisamente en el momento más álgido de la novela, en cuanto la narración tuvo una finalidad añadida a su esencia de narración que se ciñe estrictamente a lo les ocurre a los hombres con su alma y sus pasiones. Tentó al narrador el convertirse en un creador o diseñador de tipos humanos, un analista de pensares, sentimientos o conductas, o el de ser testigo de la historia de cada momento, arrastrando así, a su narración, lo que la novelista norteamericana Willa Cather llamaría "un mobiliario" para amueblar las estancias, los jardines o la calle, en los que se encontraban los personajes; y amueblando también sus vidas. Pero el diseño o creación de tipos fue un vendaval tan fuerte que, como Knut Hamsun se percató enseguida, en sus conferencias de 1890, con él se sustituía en las narraciones la humanidad misma de los personajes.

Al margen del hecho de que el nombre mismo de persona y personaje proceden del "per-sonare" o potenciación de la voz del propio actor a través de la máscara, Hamsun advirtió que era el personaje de teatro el que había desteñido sobre el personaje de la narración, y le había impuesto sus reglas, luego académicamente avaladas, y admiradas por el público. Es decir, había impuesto el diseño o creación del personaje narrativo como carácter, a imagen y semejanza del personaje teatral, que por las necesidades mismas del género tiene que evacuar necesariamente toda la complejidad que implica un ser humano, enfatizar un aspecto o carácter, y construirlo en  una dimensión épico-dramática. Y, así, aparece incluso una "doxa", según la cual, pongamos por caso los personajes clérigos deben ser siempre hipócritas y deshonestos, los burgueses glotones, libidinosos y avaros; las mujeres, que no eran damas, tenían difícil caracterización, salvo como prostitutas o monjas, y entonces tampoco eran mujeres; los hombres pertenecientes a las clases populares eran igualmente tipos: aguadores, taberneros, maleantes u obreros; pero no personas individuales. 

 

Como ya he contado en otra parte, hablando de la Else de Kielland, escribe Hamsun: "Es una mujer seducida, allí donde esté, o adonde vaya... Es esto y nada más que esto del principio al fin de la narración. [...] La única cosa que implica su fuero interior es una singularidad sensorial que tiene: ama las rosas. [...] Y, como Elsa es un personaje típico de muchachita inocente que ama las rosas y acaba mal, como es tratada tan simplonamente que no se sabe de ella más que esto, el público noruego recuerda esta historia indeciblemente fácil de comprender e indeciblemente superficial". Y también encanta a la crítica, como Hamsun anota, y no podría ser menos. Pero lo cierto es que el narrador no está para hacer tales dibujos -lineales o complicados, es igual -, sino que su encuentro es  con personas de carne y hueso, y tiene que escucharlas, comprobar cómo sienten y se conducen, vivir él sus vidas y sus muertes, y contarlo.

Y se dice pronto esto de contar, pero, para empezar por el principio, resulta que la narración que voy a escribir no nace de una decisión de escribirla. Creo que es el mundo entero el que se le regala a quien escribe, pero  también el don de la mirada, y de la recepción de la realidad, y entonces sólo hay que estar atento a ésta, y luego dejarse atrapar por ella. Así que pienso que tiene toda la razón Raymond Carver, cuando escribe que "A riesgo de parecer tonto, un escritor en ocasiones requiere ser capaz de permanecer ahí, embobado, contemplando esto o aquello, bien se trate de una puesta de sol o de un zapato viejo, en medio de un asombro sencillo y total". Porque lo que puede ocurrir, y ocurre, es que, tanto en el caso de la puesta de sol como en la del zapato viejo, y otras mil situaciones, aparecen allí uno o varios personajes, primero de una manera difusa y luego más neta  -aunque a veces se diluyen y se van por donde han venido, o incluso a veces vuelven-, y, si se oye algo de lo que dicen o se ve de algún modo oscuro pero intenso su historia, y se siente el deseo de contarla, se escribe. Aunque este deseo es algo teórico, también en principio, y antes de que pase un tiempo de esa especie de toque o herida que se ha recibido, y esos personajes sigan estando ahí, de algún modo. Y, entonces, no se hace otra cosa que escuchar de vez en cuando, y desde luego, no se toca la historia para nada; no se sabe cuál es, con certeza, y se tiene miedo a construirla, e inventársela, y a imponérsela a los personajes. Y es un momento de mucho ejercicio de humildad, porque les descubre a quien escribe lo imbécil que puede llegar a ser, o hasta en lo malvado que se es, o puede llegar a convertirse. Enseguida se le pasan a uno las ganas de inventar, salvo en su exacta significación de encontrar, y encontrarse con los personajes y la historia.

Reiteradamente he invocado, a este respecto, la historia que cuenta Henry James al recordar, dice, "a una novelista inglesa, una mujer genial quien me contó que la alabaron mucho la impresión que había sabido dar en sus relatos sobre la naturaleza y forma de vida de la juventud protestante francesa. La preguntaron dónde había aprendido tanto sobre estos seres recónditos, y ella se había congratulado de sus propias oportunidades. Estas oportunidades consistían en que una vez, en París, cuando subía por una escalera, había pasado frente a una puerta abierta, donde unos jóvenes protestantes, en la casa de un Pastor, estaban sentados alrededor de una mesa, una vez terminada la comida. De un vistazo captó el cuadro; sólo duró un momento, pero ese momento fue una experiencia. Había captado una impresión personal directa, y había formado su modelo" Se la entregaba, en suma, el poder de imaginar lo desconocido por lo conocido, de averiguar la implicación de las cosas, de juzgar el todo por una parte, la cualidad de sentir la vida en general tan intensamente que va bien encaminado para conocer cualquier rincón especial de ella".

 

La historia viene, efectivamente, de los personajes, porque la cuentan o porque implican, a quien escribe, en ella; y diríamos que, apenas el "yo" de quien narra cree saber algo de ellos o de la historia, enseguida es decepcionado, y esos personajes y esa historia nunca suelen decir no lo que se espera, ni la historia terminar como podría creerse el narrador según  la va contando. Y, en el cuento, desde luego, se da un suceso o acontecimiento absolutamente tan central e inesperado y trastornador, que quien escribe es el primero en experimentar, y ante el que queda también desconcertado, y digo el primero, porque luego ocurrirá y debe ocurrir al lector eso mismo. Porque el cuento, como especificó León Chestov a propósito de Tolstoi cuando éste decidió pasar de un ver el mundo con los ojos de la generalidad, con que había construido sus grandes novelas, al cuento, un ámbito en el que el narrador no tiene ninguno de los arropamientos de la narración larga y está expuesto a perderse como Tolstoi se iba a perder en ellos, porque el cuento obliga a "mirar las cosas con sus ojos particulares, y no ya con los de todo el mundo, que es el ordo et connexio rerum que se da en la novela. Pero éste es otro asunto, y lo que querría subrayar, de nuevo, es que quien cuenta lo hace mientras vive la historia y el suceso que está contando, y que son la historia y los personajes mismos los que deciden todo. Incluido el lenguaje; y no solamente el lenguaje o los lenguajes de cada uno de ellos, o el del narrador de la historia, si le hay en ella, sino también el lenguaje de quien escribe, porque, con la resignación de su "yo" al comenzar a narrar, ha entregado también su propia lengua.

 

José JIMÉNEZ LOZANO

INÉDITO   

 

<< volver